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El soldado invencible

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Paul Valéry dijo que “la guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que si se conocen pero que no se masacran”. Hay guerras con armas y batallas con otros elementos. Ahora estamos inmersos en una contienda que utiliza herramientas sofisticadas y complejas. Estamos en la batalla por la conquista de la Nueve Economía aunque muchos no lo sepan. Os dejo una historia que sucedió hace mucho tiemp y que seguro os va a hacer reflexionar. Que lo disfruten.

El poeta y crítico francés, líder del movimiento surrealista, André Breton conoció al soldado invencible. Fue durante una gélida mañana de invierno de 1916, en un hospital de guerra francés donde trabajaba como apoyo a los que intentaban evitar que el imperio germano devorara Francia. Fue a primera hora, justo en el instante que parece definirse la barrera entre el día y su noche anterior. Cuando André tuvo que acercarse a uno de los carromatos donde se hacinaban los heridos que llegaban del frente. Frente a las ruedas embarradas, manchadas de fluidos y sangre, con la banda sonora eterna de llantos y lamentos, los mismos que estaba tan acostumbrado a escuchar, contó los cuerpos y se lanzó en ayuda de los que parecían más graves. Como siempre los amputados, los que habían perdido alguna extremidad y estaban prácticamente muertos eran los prioritarios, los que a criterio del poeta, debían ser tratados sin espera. A veces, sólo a veces, alguno de esos moribundos se salvaba.

Aquella mañana sin embargo, una orden cambiaría para siempre su percepción de la guerra y de sus consecuencias. En el momento que André Breton empezaba a engasar las llagas de algunos de los soldados más castigados por la metralla, una orden directa y sin paliativos le dijo:

- “André, deja lo que estás haciendo y ayúdame con este herido”.

El joven artista no salía de su asombro. El herido era una hipótesis, un ejemplo evidente del ileso en plena batalla, normalmente se atribuía ese efecto al soldado que huía antes de empezar, solían ser desertores. No aparentaba tener ni un solo rasguño. Por eso, sin demasiado recelo, giró su atención y continuó con lo que estaba haciendo. Arrugó otro nuevo trozo de tela y la apretó contra la herida de un pobre moribundo sin piernas al que llevaba un rato tratando de taponarle la hemorragia. Pero el mismo superior que hacía unos segundos le espetó con autoridad, volvió a incidir en la misma dirección.

- “André, le he dado una orden, venga aquí ahora mismo y ayúdeme con este herido”

Bretón nació humilde. Seguramente eso le ayudó a entender que, en la guerra, como en la vida, nada es lo que parece, que las cosas que quieres debes ir a buscarlas pues no suelen llegar solas. Desde muy joven supo que las apariencias engañan y por ello, muy a su pesar, abandonó el cuerpo dramáticamente herido que estaba tratando y se acercó a su superior. Éste tenía agarrado de su brazo a un hombre rubio, alto, con la mirada perdida, al que le resbalaban gotas de saliva por la barbilla y que, como evidencia de haber estado en batalla, tenía sangre seca por todo su uniforme. Le preguntó que donde estaban sus heridas, donde debía empezar a desinfectar, cortar, curar. La respuesta fue simple: “en su mente”.

La explicación del suceso que protagonizó ese soldado era escalofriante. Al parecer durante la última contienda en la que su batallón se vio implicado, todos murieron menos él. Un puñado de explosiones detonaron en la zanja donde, desde hacía días, habían estado resistiendo los ataques del enemigo. A medida que la bruma se esparcía, el soldado ileso entendió la magnitud de la masacre. Sin humo de la pólvora que engasara la imagen, pudo ver como era el único superviviente. Todos yacían muertos en la trinchera, sin apenas poder reaccionar, desesperado, con un sentimiento de culpa que sólo pueden tener los que se salvan de una catástrofe, durante unos segundos, minutos talvez, ese hombre enfurecido se limitó a gritar, a desear el mismo destino cruel que sus compañeros. Por eso salió de esa morgue rectilínea y se presentó ante el enemigo gritando:

- ¡Eh! ¡aquí estoy! ¡matadme!

Lo que pasó a continuación no tiene explicación lógica ninguna, pero así lo explicaron los dos centinelas que le rescataron. Dos compatriotas que vieron la atrocidad desde otro comando corrieron a rescatar a los heridos, de allí no pudieron llevarse a nadie más que a un enloquecido soldado que se mostraba con el pecho descubierto frente a un centenar de bayonetas y cañones. Mientras sus salvadores se acercaban no daban crédito a lo que estaba sucediendo. Disparos, explosiones y detonaciones no cesaban en el intento de matar al suicida. Ninguno acertó y en consecuencia, cuando fue apartado de esa posición, su cuerpo estaba intacto. Ni una herida, ni una sola cicatriz, nada epidérmico. La lesión ya hurgaba por el interior de su alma. Ese hombre creyó no estar en ninguna guerra, pensó que todo era producto de su imaginación. Estaba convencido de que todo era una tremenda alucinación que su cerebro le estaba fabricando, una broma macabra que no aceptaba como válida ahora que podía probar, aparentemente, que era invencible. Lo era porque no existía tal batalla.

La verdad es que ante esa realidad, el herido de guerra era el más atractivo de todos para Bretón. Para un aficionado a la mente humana, teórico representante del surrealismo poético, este caso era una especie de regalo. Estuvo unos días tratando aquel hombre hasta que llegó a la conclusión que lo más grave que le podía pasar a un ser humano era alejarse de su propia realidad, abandonar la evidencia del escenario en el que se encuentra y decidir no aceptar la guerra que le ha tocado vivir.

Uno de los principales valores que debe tener un emprendedor, alguien que quiere poner en marcha sus proyectos, sean los que sean, es el de aceptar el territorio en el que nos ha tocado vivir. Aceptar cada una de las aristas que tiene. Para un emprendedor, no darse cuenta que “esto es una batalla real” puede ser tan perjudicial como no entrar en ella. No nos vale creernos invencibles, no funciona ir sin radar, hay que afinar el valor de la prospección. De hecho como decía Simón Bolivar “el arte de vencer se aprende de las derrotas”. Es tan cierta esta frase que, si no sabemos asimilar bien cada una de las heridas que la emprendeduría nos va a deparar, nunca lograremos generar un proyecto sólido. No digo que la suerte no juegue su papel, por supuesto, hay quien sin sufrir una sola herida, saliendo de cualquier trinchera, logra sus objetivos sin recibir ni un solo balazo, pero eso es algo poco habitual.

André Bretón no decía que “lo que amo de la imaginación es que no perdonas”. Dejemos a nuestra imaginación trabajar en paz, sin paliativos, pero no nos olvidemos que la guerra existe y que sin aceptarla fracasaremos irremediablemente. El valor de la prospección es evidente. Para encontrar un príncipe hay que besar muchas ranas, por eso sabemos que un buen proyecto emprendedor no siempre aparece a las primeras de cambio, precisa de insistir. Muchos de los que se retiran en mitad de la batalla lo hacen por que al salir de la trinchera y pensar que no les daría ningún proyectil se llevaron un terrible desengaño. Todos estamos expuestos a ello, pero sólo los que lo prevean podrán pasar al siguiente capítulo.

Una sociedad incapaz de aceptar el entorno que le ha tocado vivir, sin voluntad de afrontar la situación desde la necesidad de ponerse en marcha, asumiendo la realidad y no aceptando lo que otros cuentan, es una sociedad que no podrá afrontar los retos del futuro.

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