Sólo es cuestión de empezar
Hace unos días recibí un email de Mauro. Casi me da algo. Me decía que había leído mi libro y que su alegría era enorme, que estaba donde lo dejé y que era feliz. No puedo recordar su cara, no puedo pensar cuanto debe haber visto y vivido desde entonces. No puedo ni pensar com ha llegado mi obra a sus manos. Sólo sé que Mauro activó uno de los motores que impulsan mi vida.
Mauro era, probablemente aun lo sea, un cooperante brasileño que trabajaba en temas sociales en el corazón de una Fabela de Salvador de Bahía. Su apego a su entorno era admirable, su dedicación sorprendía y su capacidad para conectar envidiable. Era el tipo más amable, cariñoso y hábil que he conocido en la vida.
Lo conocí durante un viaje organizado por la Diputación de Barcelona hace muchos años en el que me enrolé. Me propusieron participar como observador de una aventura que prometía apasionante: estaríamos en la Fabela más grande de Rio de Janeiro, Rocinha. Allí estudiaríamos como se organizaban grupos de estímulo social para, a través de redes sociales (analógicas) se depuraban los inconvenientes que tenía el vivir en aquellas condiciones.
Los primeros días en Río te das cuenta de las diferencias sociales, por lo menos en aquella década de los noventa. Poco a poco vas entendiendo que hay zonas por las que pasar es un riesgo y por las que pasear un suicidio. Lejos del lance que suponía estar en Sao Paulo, la capital de playas eternas también era un lugar muy inseguro. Ahora bien, si algo no tiene comparación con nada conocido es una Fabela. Allí parece que las cosas deben estar una junto a la otra para impedir que todo el conjunto se caiga.
Mauro trabajaba allí, sin descanso, doce horas al día y el resto simulaba no hacerlo. Era querido por todos, amigo de todos. Su pasión era ayudar. Tras una semana con él y el equipo que nos paseó por aquella selva de barro y Uralita costaba entender porque seguía allí y no aceptaba las más de una decena de proposiciones para dejar ese lugar y trabajar en empresas privadas que le sacarían de la ruina para siempre.
El joven Mauro era licenciado en Comercio internacional y tenía un master europeo, algo poco usual en aquella época en Brasil. Además, como digo, era alguien con una empatía enfermiza que te provocaba tener ganas de trabajar con él, de aprender de su espíritu de sacrificio, de su valor y pasión.
El último día, despidiéndome de él, le pregunté porque seguía allí, ¿por qué no aceptaba alguno de los puestos muy atractivos que le ofrecían diversas empresas de Brasil, como Petrobras, y dejaba esa ocupación tan penosa, tan extremadamente desagradable y llena de peligros? Su respuesta fue la que esperaba viendo su actitud diaria.
- No puedo dejar esto, aquí estamos haciendo algo importante, todo esto debe cambiar, todo debe mejorar.
Tan esperada era su respuesta que yo tenía otra pregunta encadenada preparada.
- Mauro, ¿acaso crees que tú vas a poder cambiar esto? Eres el primero que se pone en serio, está muy lejos la posibilidad de lograrlo, ¿Cómo vas a conseguirlo tú solo?
Giró la cabeza, encendió sus ojos y me miró diciendo: “alguien tiene que empezar”.
La lección era tan metálica que helaba. Su manera de entender la emprendeduría social era tremenda. Mauro consideraba que lo importante no era el proyecto final, el objetivo a conseguir sinó el proceso que lo dirigía.
Para los que ponemos en marcha proyectos empresariales, a veces es más apasionante el momento de arrancar, de disponer de los resortes para que el motor se encienda, que el de conseguir algunos logros. No digo que no sea vibrante ver como se alcanzan objetivos, pero, como Mauro, a veces deberíamos aceptar que lo más interesante es la decisión, el motivo, y no tanto el resultado.
Mauro me cerró el cerebro durante unos meses. Tras un tiempo en el que no quise enfrentarme a ello, llegó el día de pensar en cuanto aquel chico me había transmitido y entender que si quería poner en marcha mi propia vida debía romper con muchas cosas y empezar, sólo empezar, ese era el juego.
Los colectivos que hoy en día se muestran reticentes a empezar algo por que se muestra tremendamente difícil o extremadamente largo en el tiempo necesario para alcanzarlo, son aristócratas de la desidia. Cuanto más fácil mejor. El mundo no mejora a través de atajos y senderos sin piedras. La sociedad que necesita emprender debe hacerlo incluso en aquellos territorios que te son hostiles, pues lo son para todos, y donde para todos es un lugar inhóspito existe la oportunidad de arrancar el mecanismo de la cisterna que limpia el mundo.