La prostitución de la palabra emprendedor en 'La Opinión'
Al finalizar la conferencia del pasado miércoles en A Coruña me entrevistaron para diversos medios. Os dejo con la charla que tuve con los amigos de “La Opinión”. De todo cuando dije el medio quiso resaltar una de las denuncias que hice en el propio evento. Para mí el término emprendedor está siendo utilizado de manera totalmente masiva y sin cuidado, convirtiéndolo en una caricatura de lo que verdaderamente es. Emprender es duro y difícil, mantener ese discurso maniqueo e infantil sobre lo que es en sí montar empresas es cuanto menos peligroso. Os dejo con la entrevista y con la curiosa pregunta de los viajes que he hecho en mi vida. En realidad no sé como han hecho ese cálculo pero hace gracia. Es posible que sea lo que dicen, lo ignoro, lo único que sé, pues lo estuvimos contando recientemente con mi hijo, que para ser exactos serían 99 países en 25 años.
Marc Vidal: ´En España la palabra emprendedor se prostituye´
“Las personas que cuelgan su vida en las redes sociales deben saber que son una calle más de su ciudad. Yo no voy saludando a todo el mundo”
Marc Vidal, analista económico experto en redes sociales que ha sido seleccionado como una de las diez personas más influyentes de internet en España, ofreció ayer en el Centro Sociocultural Novacaixagalicia la conferencia No es una época de cambios, es un cambio de época. La charla fue organizada por la Concejalía de Empleo y Empresa, dirigida por María Luisa Cid.
-Ha visitado más de 20 países en 18 meses, ¿con qué anécdota se queda?
-Para mí la anécdota que marcó mi vida fue cuando fui a Chinguetti, una población del Sáhara. La ciudad la han tenido que ir reconstruyendo cada dos kilómetros y medio porque el desierto la ha ido devorando. Pregunté por qué no la construían 40 kilómetros más allá y me dijeron que si lo hacían estaban condenando a su sociedad a no aprender de sus errores. A través de los errores aprendían las modificaciones que tenían que hacer en la siguiente ciudad. Hay que viajar mucho, hay que ir a observar e ir asumiendo que a donde vayas, por muy tercer mundo que sea, te van a enseñar muchas cosas.
-¿Por qué cree que en España falta espíritu emprendedor?
-En España no se emprende porque se teme al fracaso. Se cree que fracasar es algo que te va a acompañar toda la vida, que no vas a poder superarlo y que estás acabado. Hay países donde el fracaso se convierte en un elemento de aprendizaje. Eso es fundamental. En España se está viviendo un momento donde la palabra emprendedor se prostituye y se utiliza como pancarta publicitaria. Todo el mundo tiene algo para los emprendedores. Pues no. No todo el mundo puede ser emprendedor ni acelerar empresas. Es una cosa que se tiene que hacer de forma más orgánica y hacerlo artificialmente, como se está haciendo, provoca que no se lo crea nadie. En EEUU los fondos que crean dinero para emprendedores no son los bancos, son emprendedores.
-¿Qué características debe tener un emprendedor?
-Tiene que ser, primero, un soñador. Tiene que tener un sueño y perseguirlo, ser constante, saber que el talento está muy bien, pero que lo principal son las habilidades. Debe adquirir habilidades, no tanto directivas, pero sí de trato con socios, con amigos, con equipos. El emprendedor de hoy en día tiene que ser capaz de entender lo digital y lo comunitario, trabajar en común.
-¿Qué le diría a las personas que no utilizan las redes sociales?
-No existen (risas). Las aleja de algunas cosas que están sucediendo. Si no tienen, por lo menos, que sepan lo qué. Si quieren estar al día de lo que sucede en este entorno de cambio que estamos viviendo, estar en entornos digitales es importante. Ahí es donde pasan cosas. Lo importante es que la utilización de la tecnología se normalice. No debe ser tan inhumana.
-¿Y a las que cuelgan toda su vida en las redes sociales?
-Que sepan que las redes sociales son una calle más de su ciudad. Yo por la calle no voy saludando a todo el mundo que no sé quién es, no regalo fotos a nadie, ni abrazo a la gente ni le doy besos ni digo: ‘me gustas’. Compórtate como te comportas en la vida real porque al final es un derivado más de tu identidad.
-Dice que vivimos un cambio de época. ¿Hacia dónde vamos?
-Ni idea. En 2007 se produjo una explosión de un volcán que llamamos crisis. La lava todavía se está depositando y la ladera de ese volcán está cambiando de fisionomía. Va a ser distinta. Va a tener que ver con la tecnología, con que cambiarán los modelos de producción, con que va a cambiar el modelo de transmisión del conocimiento. Lo tendremos que ver en 30 o 40 años. Tendremos un mundo que estará interconectado, donde las cosas tendrán conexión propia, interactuaremos con objetos. Ese entorno será más eficiente, más eficaz y estoy seguro que más feliz.
Equivocarse mejor
Hace algunos meses hice referencia en una charla a mi viajé a Mauritania de 1997. Lo enmarqué en una conferencia sobre innovación y sobre fracasos bien concebidos. Innovar fracasando para aprender o aprender fracasando para innovar. No me pregunten el motivo de esa huida. Aun no le tengo claro ni yo mismo. Lo que si sé es que marcó mi vida. Justo en el instante en el que mi vida empezaba a tomar un tono de éxito irresistible y, tras mirarme en el espejo, consideré que yo no era a quien veía en frente reflejado. Decidí ir a conocer, por unos días siquiera, un destino que ahora se antojaría complicado y difícil: el interior del desierto mauritano, entre Mali y Senegal.
Llegué a Nouakchott en julio. Los peajes que tuve que pagar desde Ceuta hasta la capital mauritana mejor no lo recuento. Recorrimos durante unos días la costa atlántica de Marruecos y, junto a Francis, Montse y Carmen, nos fuimos adentrando en territorio saharaui a medida que nos daban paso los múltiples controles que en aquella época sólo tenían un propósito: la extorsión de “viajeros” como nosotros.
Una vez llegados a Nouabhidou vique lo del desierto y el verano no habían sido buena idea. Aun no tenía ni la más remota idea de lo que iba a descubrir tan solo una semana después. A los pocos días mis compañeros de viaje me confesaron que por ellos, la aventura africana había tocado fin y que emprendían el regreso. Mi decisión de permanecer algún tiempo más y buscarme la vida para moverme por allí y volver unos meses más tarde, sería la decisión más determinante de mi vida. Por lo menos en lo que tiene que ver con la vocación de emprender proyectos y al modo en el que me enfrento a un plan de negocios.
Me alquilé un todoterreno algo más destartalado que el que habíamos tenido en propiedad durante todo el viaje anterior y me dispuse a ir hacia la capital Nouakchott. En aquella época esa ciudad era una amalgama de casas, chabolas, avenidas turbias por la arena en suspensión y callejuelas sin nombre que conducían a lugares secretos. Con las horas el lugar se hacía más complejo y sofisticado y poco a poco percibías que sus gentes conformaban un curioso engranaje por el cual todo parecía funcionar. En la mayor extensión de miseria en la que yo había estado en mi vida, había un curioso aliento de orden y ánimo. Todo estaba por hacer mientras todo se hacía.
Aunque la capital parecía un lugar interesante para aprender, pensé que en el desierto me esperaba un mayor conocimiento. Creía que eso del silencio de la noche en algún oasis o el calor intenso por las carreteras desdibujadas acabarían por proporcionarme lo que estaba buscando. Sin embargo, todo eso no era nada. Lo que me esperaba en una aldea llamada Chinguetti marcaría el futuro de mi propia existencia.
Recorrer los quinientos kilómetros que separaban la capital mauritana de esa otra población rodeada de dunas fue un calvario. No se podía hacer por aquel entonces por una de las vías que ahora si existe y se debía de tomar la ruta hacia el norte y circular en paralelo a la vía de tren que lleva de Nouabhidou a Choum y Atar. Eso estaba en el norte de
Mauritania y era el único trazo uniforme que permitía saber en que dirección se circulaba. El camino duraba dos jornadas enteras, con una noche que las separaba. El mal estado de las pistas y la dificultad para descifrarlas no ayudaba a avanzar con cierta velocidad. Ese recorrido, tras la primera vez, lo haría en seis ocasiones más.
Cuando hacía ese trayecto, diseñaba la noche que debía pasar a medio camino con sumo cuidado. Primero por precaución y en segundo lugar para vivirla lo más intensamente posible. Procuraba que alguna aldea no quedara a más de una hora caminando de donde acampaba por si en algún momento precisara de ayuda. También sabía que la tienda “antiarácnidos” debía montarla junto al vehículo a fin de que las dunas más cercanas no me engulleran mientras dormía. La oscuridad de la noche en el desierto no tiene comparación con ninguna otra. Es un negro luminoso, perfecto para imaginar proyectos de vida, profesionales, personales. Todos los emprendedores deberían pasar una noche en el desierto en algún momento de su vida.
Recuerdo todas y cada una de las noches que pasé allí. Eran frías y desagradables, para que engañarnos. La cena aliñada con arena por culpa del viento persistente y el silencio tibio del Sahara de fondo, no eran ingredientes para el goce y el disfrute. Además, una vez te metías en la tienda, el áspero sonido de los escorpiones rozando contra el lateral inferior del tejido aislante no hacía más que animarme a no salir en toda mi existencia. Sin embargo, curiosamente, cada semana esperaba esa noche con ilusión porque el amanecer solía ser majestuoso, bello y enorme. El viento se dormía a primera hora del día y, normalmente, dejaba un cielo púrpura a modo de tablero para que al fondo, una luz intensa, blanca, brillante y nerviosa lo agujereara. Una lámpara vibrante. Durante una hora esa luz iba acercándose. Era un tren. Una culebra amarilla de tres kilómetros de largo que aparecía de la nada y que con su rumor ensordecedor y su tamaño lo llenaba todo. El alboroto se te quedaba grabado durante minutos. La imagen espectacular de ver un monstruo infinito repleto de personas apretadas hasta lo imposible en el único tren del día se galvaniza en blanco y negro para siempre en las callejuelas de la memoria de quien lo ve.
El destino era siempre el mismo: Chinguetti. Un pueblo, aldea, municipio o ciudad, depende de cómo se interprete su historia. Fue fundada en el siglo XIII y fue un centro de caravanas entre el África del norte y la subsahariana. Llegó a ser una metrópolis de gran importancia hace trescientos años. Fue la población con mayor número de bibliotecas por habitante del continente africano. Posee manuscritos sobre ciencia o religión del siglo IX por ejemplo. Es una ciudad santa para el Islam y es patrimonio de la humanidad desde un año antes que yo pasara por allí. Le llaman “la puerta del desierto”. Sólo se podía llegar por pistas de tierra y su gente era tremendamente amable y acogedora. Es curioso como los que menos tienen siempre son los que más dan.
Lo que me atrajo de esa ciudad eran esos detalles sobre su cultura y su curiosa manera de enfrentarse a largos años de sequía, epidemias y hambre. Me interesaba saber como una población de apenas tres mil habitantes disponía de un registro de más de quince mil. Al parecer, la diferencia eran nómadas. Gentes que buscaban pastos y agua para sus ganados.
En mi primera estancia conocí a Aman Ussunduff. Se pasaba el día en la otra Chinguetti. Si, había otra. Una población en obras a unos dos kilómetros de donde vivían todos. De una manera muy desordenada y sin una dirección de las obras adecuada, un grupo de habitantes del municipio se lanzaban cada cierto tiempo hacia un objetivo común: rehacer su hogar de nuevo.
El avance incesante del desierto estaba provocando que una parte de Chinguetti quedara inutilizada. La lengua de arena ya cubría algunas casas y amenazaba con engullir todo el pueblo en unos años. Les seguí durante algunas jornadas, viendo como medían, interpretaban planos y modificaban proporciones. Con el tiempo Aman me permitió preguntar y razonar sobre lo que hacían.
No era la primera vez que los habitantes de Chinguetti reconstruían su ciudad. Lo habían hecho una vez antes y algunos aseguraban que más veces. Al parecer, el desierto ya se tragó la ciudad hacía varias generaciones. La decisión de haber reconstruido la ciudad apenas unos metros más allá de la originaria supuso que ésta entrara en la misma crisis natural que la anterior. Mi pregunta, tras unos días sorprendido por el empeño poco uniforme pero constante de algunos jóvenes en rehacerla a pocos metros de nuevo, era clara:
Assan le dije . ¿Por qué no rehacéis la ciudad veinte o treinta kilómetros más allá? Evitaríais que el desierto, en su avance implacable, vuelva a engullir Chinguetti, y con ello, que otras generaciones posteriores deban, otra vez, acometer tan duro trabajo.
El hombre me miro, y ladeando la cabeza una y otra vez, negando mientras yo hablaba, me dijo:
-Eso sería una terrible tragedia. Evitaría que otros pudieran hacer la maravillosa labor que nosotros estamos haciendo. Reinventarnos sobre nuestra propia desgracia.
Nadie hasta la fecha me había dado una lección tan grande. Los errores son un modelo de aprendizaje que no debemos prohibir a nadie. Ese pueblo tenía el valor y la suerte de poder reconstruir su ciudad corrigiendo los defectos de la anterior. Así lo habían hecho y así lo iban a seguir haciendo. Cada nueva oportunidad provenía de una voluntad de que su proyecto sufriera un final. Es como emprender un proyecto sabiendo que tarde o temprano morirá y con su muerte aparecerá la oportunidad de emprender uno nuevo que versione el anterior y lo mejore.
Desde entonces, cada proyecto, cada iniciativa que pongo en marcha surge de ese valor, del valor del intento permanente, del entendimiento que en los negocios o en la vida, equivocarse es fundamental pues responde a la iniciativa. Si no hacemos nada no nos equivocamos. Devorar una ciudad es algo lento para un desierto, tragarse un proyecto emprendedor por el sistema es algo relativamente sencillo, pero los dos casos responden a la naturaleza orgánica de los escenarios en los que se suceden. Por ello es importante en los dos casos saber que en esa aventura está la evaluación continua de los emprendedores.
Una sociedad incapaz de valorarse así misma, de aceptar sus errores y poner los resortes para recuperar el tiempo y corregir los mecanismos que no le permiten avanzar, es una sociedad caduca y destinada al fracaso.
La sociedad que no arriesga, no avanza. Hoy en día el valor de equivocarse parece un síntoma de final irrecuperable, cuando debería ser todo lo contrario. Sólo se hace gigante aquel liliputiense capaz de acumular errores. Un buen empresario no lo es hasta que no ha fracasado alguna vez. En Estados Unidos ese valor prevalece en cada proyecto que sus ciudadanos ponen en marcha. No hay fracaso malo, sólo hay oportunidad fallida. Hay más. En nuestro país y en algunos de nuestro entorno inmediato entrar en default es sinónimo de imposibilidad de poder afrontar otro reto emprendedor en tu vida. Las catalogaciones contra el histórico crediticio te amputan todas las opciones. Ese es uno de los motivos por los que, poco a poco, hemos ido deconstruyendo una sociedad que en su momento estuvo llena de vida.
Si recuperamos el entusiasmo por el error, habremos dado el paso más importante. Si, además, acentuamos el valor que eso tiene, como hacen en Chinguetti asumiremos que equivocarse es la gran oportunidad de volver a empezar con todo lo que eso conlleva en materia de corregir lo ineficiente. Un colectivo social capaz de alejarse de los tópicos y reglas para lanzarse por el tobogán de los desaciertos, será un grupo mucho más fecundo.