El mejor equipo del mundo
Cuando apenas tenía veintiséis años y me dedicaba a eso de la bolsa, conocí al tipo en el que se basa la película ‘El lobo de Wall Street’. Jordan Belfort estaba de viaje por Europa y pasó unas oficinas de una sociedad de compra y cambio con la que me tocaba colaborar de vez en cuando. No recuerdo a nadie que le dijera nada malo, ni tan siquiera que lo pusiera en cuestión. Fueron apenas diez minutos (el tipo iba como loco recuerdo) pero suficientes para ver un modelo a seguir. Se trataba de ganar dinero simplemente y de ganar dinero este tipo, al parecer, sabía mucho.
Pero cuando es que no, es que no. En mi caso, los dos años magreando datos y cifras, valores y bonos, fueron los que necesité para pasar de la ruina por un fracaso emprendedor, el pago de todas las deudas acumuladas por dicho error y la acumulación de un nuevo capital con el que tirarme de nuevo por un acantilado. De ese modo pude ‘utilizar’ el mundo del dinero para lo que realmente quería, volver a intentarlo montando un negocio propio y tipo tecnológico, algo que me fascinaba por aquel entonces y que otro día explicaré.
Que lejos queda todo aquello. Cuando el éxito, para muchos con los que convivía, era sencillamente amasar dinero. Sólo era eso. Un día te despiertas y descubres que ganarlo no es complicado, ni perderlo tampoco, pero que no aporta absolutamente nada por si mismo si no lo acompañas de algunos elementos necesarios.
La generación con la que trabajo, mi equipo, multidisciplinar y tremendamente disperso en la globalidad del territorio, son la antítesis absoluta a esa manera de ver la vida. Son gente que antes de aceptar un empleo como el que yo pude ofrecerles en su día, analizaron muchas ofertas más. Son gente, que por suerte, no tienen pensado pasarse la vida en mi empresa. Tienen otras inquietudes y eso los hace interesantes. Mi obligación es estimularlas para que algún día las desarrollen por si mismos, con o sin mi participación.
Ahora todo es distinto. Parece ser más importante disfrutar del camino que llegar al destino final. Irónicamente, los “milennials”, jóvenes impredecibles, son los que traducen perfectamente esa nueva visión. En una era donde el placer determina la dimensión de los logros profesionales, ellos saben como nadie reconocer oportunidades que conectan pasión y trabajo. La economía creativa, nuevas profesiones, el boom de una actitud emprendedora y la nueva fuerza colectiva están decorando un inédito escenario. Ya no impresiona que los “millennials” sean impacientes pues la velocidad en como se conectan a la vida y al mundo les permite vivir a otro ritmo. Proyectos que solamente marcan la diferencia a largo plazo no les interesa, no les estimulan, y necesitan constante “feedback” para sentir que sus esfuerzos están siendo reconocidos.
Mi equipo no tiene edad. Se trata de un complejo grupo generacional nacido de las décadas de los ochenta y noventa con maravillosas excepciones de inmigrantes digitales que provienen de décadas más lejanas. Retenerlos es complejo, es un desafío constante. Suelen recibir propuestas y muchas reglas de empresa son, para ellos, innecesarias. Trabajan por sentimiento, con la voluntad de trascender en lo que hacen. Tienen reglas éticas que un mayor sueldo no puede tumbar tan fácilmente.
Cuesta encontrarlos pero yo tengo unos cuantos conmigo. Porque es bueno hacerlo, analizo mis activos. En días en los que analizas cual es verdadero valor de tu empresa descubres que está en lo humano y en como la tecnología que desarrollan se deriva entre nuestros clientes con el corazón. Me encanta, no por el concepto empresarialmente lógico, sino por lo mucho que significa, ver cuando de madrugada, o a antes de tomar el primer café, cualquiera de ellos, toma su smartphone, su tablet o lo que sea y se preocupa de cualquier ‘no previsto’ que surgió. No van a recibir nada, no van a ganar más, no tiene que ver con eso, es sencillamente, sentimiento de pertenencia, apoyo al resto del equipo y un tremendo respeto que siento hacia mi.
Entregarse a un proyecto empresarial te convierte en emprendedor por cuenta ajena y en eso debería de basarse todo un nuevo escenario de contratación laboral, gratificaciones y opciones directivas. Cuando en una de mis empresas la medición de tiempo disponible y ocupado marca la dinámica sé que voy a fracasar. Mi obligación es convertir un equipo de “empleados” en mis socios. Eso puede llegar a ser incluso una opción societaria más, pero a lo que yo me refiero es a que la lucha no es sólo mía, es de todos.
Disfruto de ese instante en el que un usuario de una de nuestras plataformas se convierte en mucho más que alguien que puede pagar una cuota por servicio, es alguien que está validando, mejorando, viviendo y sintiendo lo que ellos, mi equipo, han creado, cuidado y sufrido durante meses y meses. Verlos emociona, vivirlos te nutre y da sentido a tanto tiempo de sobreesfuerzo.
Los emprendedores nos quejamos de lo duro que es esto de montar empresas, de gestionarlas y de arriesgar todo nuestro patrimonio. Es cierto, pero también podemos asegurar que en ese sacrificio está la vida y el estímulo necesario para, por lo menos yo, sentirme conectado con mi propia existencia y con mi necesidad de explorar. Sin embargo no puedo olvidarme ni un minuto de cuantos también arriesgan su vida desde dentro, desde la interpretación de un papel en la representación de mis sueños. Hay momentos que los veo sin quejarse, duros y con la mirada lejana, como quien corre sin descanso, con la visión de una meta a la que cuesta llegar. No hay dinero que pague eso. No hay agradecimiento para quienes confiaron sus anhelos a un tipo que un día les ofreció un puesto de trabajo por menos dinero que en otro lugar y por más horas que en otro lugar para desarrollar algo que aun no estaba listo.
Corro como emprendo. Avanzo con un destino pero disfruto del camino. Si aparecen subidas pronunciadas las diviso y las valoro, las juzgo y las tomo como reto. Si aparecen bajadas reduzco la velocidad para no lesionarme o caer. Aprovecho que permiten descansar el cuerpo pero mantengo la mente en alerta. Tomo aire. Cuando lo hago en solitario disfruto de cada uno de los metros y de los golpes en el suelo, pero cuando lo hago en grupo es algo extraordinario, divertido y estimulante. Cuando encuentro un nuevo camino, vereda o lugar por el que correr, me lanzo sin mirar, casi sin preguntarme si vale la pena. Es nuevo y eso vale.
A cada dificultad una sorpresa, a cada muro de piedra un escalador, a cada desánimo un apoyo incondicional de unos con otros. Mi equipo es el mejor equipo del mundo. Gente a la que espero ayudar a conquistar sus sueños porque, de verdad, lo merecen. Como en la imagen del encabezado, si pienso que corro sólo porque tengo delante mío una carretera infinita, con solo voltear la cabeza, con solo mirar al lado, veré que conmigo vienen un buen grupo de corredores más.
El momento de las 3:00 AM
Hace años que en mi entorno utilizamos (desconozco si viene de algún lugar externo) una expresión que define ese instante en el que no puedes más y, aquello que tienes que resolver, lo haces de cualquier manera, sin ponerle el último gramo de energía brillante que te queda, y lo haces así por agotamiento. Le llamamos “el momento de las 3 AM”. Es un duro punto de encuentro pues es asumir la derrota temporal, la extenuación que te lleva a la desidia y poco después a la aceptación de que, tal y como estamos, el tiempo que nos queda y la hora que es, el asunto en cuestión no es mejorable. Suelen tomarse decisiones estructurales que pueden llevar al fracaso más absoluto a un proyecto, es precisamente cuando todo parece desmoronarse y se adecua la mente de un emprendedor innovador para pasar a ser algo mucho más gris y plano. Además, sucede inmediatamente después de cuando alguien pronuncia la frase maldita: “eso no se puede hacer”.
Si algo he aprendido en estos años de poner en marcha empresas, dirigirlas, impulsarlas, padecerlas, cerrarlas, perderlas o comprarlas es que no hay nada imposible, todo es factible, sólo es preciso ponerse con una serie de herramientas, actitudes y aptitudes. Me encantan las personas que se desconectan del mundo unos instantes tras escuchar ese “es imposible” y encienden sus ojos, de repente diciendo mi frase favorita: “es difícil, pero hay una manera de hacerlo”.
En un reciente artículo publicado en el WSJ hablando del espíritu emprendedor se comenta que fomentar el espíritu emprendedor precisa de buscar, localizar y organizar a quienes tienen ese valor innovador, de retorcer los problemas, de agrandar el espacio de las respuestas y reducir el de los “imposibles”. Yo veo así la vida. Me gusta rodearme de personas innovadoras, con ganas de superar retos, de afrontar cada problema con el espíritu de sacrificio y valor que yo dispongo en la conquista de mis sueños.
Soñar no es un extraño verbo que representa lo imposible, sino todo lo contrario, es la cristalización de la esencia humana. Como especie no hubiéramos abandonado las cavernas sino fuera por ese sentido conquistador del espacio del saber, de preguntarse, de valorar lo desconocido como territorio y no como vacío. Ese perfil inconformista, que se revela y que no se acomoda es el que tanto molesta a los que nos pretenden “dirigir”, ese modelo de vida es el que no teme fracasar, no siente dolor y escucha, no dice no, no dice imposible sino ¡vamos!, no piensa en si va solo o acompañado, solo decide ir. Esos son los míos.
A las 3 de la madrugada quedan muchas luces encendidas, son ingentes manadas de corredores de fondo que siguen preparando sus proyectos, que dejaron de dormir pues sueñan despiertos. Cuando no puedas más, mira por la ventana, observa, en tu ciudad, en tu país, en el mundo, hay millones de luces abiertas, de pantallas, de bombillas pequeñas, de alógenas, blancas o tibias, todas dan luz a un rostro cansado pero repleto de ilusiones, una hora tras otra, un día tras otro, una vida tras otra, todos tecleando, dibujando, en el aire, en la computadora, todos, pensando: “es posible”.
La innovación es la clave de esa manera de ver la vida. Según Darren Francis una tercera parte de nuestra capacidad creativa está en el ADN. Así que, según él, “hay cosas que se puede hacer para fomentar en los niños esa capacidad creativa, innovadora y, por consecuencia, emprendedora”.
He hablado alguna vez del ADN del emprendedor y sigo pensando que tenemos una morfología particular. Se diferencia de otros individuos por ser creativo en mayor o menor medida, disponer de una gran intuición, incluso si fracasa, de un grado de optimismo patológico que puede perfectamente mezclarse con un espíritu crítico y analítico de la realidad, un emprendedor no es un iluso, es un valiente que decide tirarse por un acantilado sin saber, muchas veces, que le espera allí abajo.
El emprendedor tiene un ADN compuesto por empuje, decisión, observación y energía para soportar los temporales que se encontrara en su camino. En España, además, el emprendedor suele tener dos caracteres más: la paciencia para tolerar la pesada administración pública y su burocracia e inconsciencia bien entendida para sobrellevar el riesgo de exclusión si te arruinas en este país.
Os dejo una gráfica interesante sobre el valor de la innovación y la capacidad emprendedora y que Francis publicó durante su exposición en el foro Economía, Creatividad e Innovación auspiciado por el WSJ hace pocos días.
“¿Algún equipo por ahí?”
Uno de mis mejores amigos es piloto de American Airlines. Se llama Stephen y vuela más que yo. Su mayor afición es subirse a un avión y resulta que de su pasión hizo su trabajo. Casi como yo, que me gusta aprender y viajar, de lo que surgió emprender y asesorar empresas. Lo primero me permite aprender y viajar y lo segundo viajar y aprender. A mi amigo piloto le encanta lo de los vuelos comerciales porque es un trabajo en equipo. Desde quien está en la torre de control, hasta el responsable de catering, pasando por auxiliares de cabina y copiloto. Un equipo. Que maravilloso concepto: sumar para crecer. En mi caso, la mejor de las vitaminas para que nada me frene y que me retuerza en el estimulante mundo de las ideas nuevas es trabajar en grupo, con mi gente, con la gente más joven y así llenarme de energía y con los más mayores para que me regalen toda su experiencia. Es una maravilla, un puente estructurado sobre el conocimiento y sobre la alfombra aterciopelada del éxito colectivo.
Y es que hoy no quiero que nadie me frene, alguien de mi equipo tuvo una idea nueva. Algo que estoy seguro va a revolucionar el mundo, la vida de la gente y convertirá este valle de lágrimas en algo extremadamente agradable. Es una idea más, una de tantas. Una idea que nos mueve, nos levanta de la cama y muscula mi espíritu emprendedor. Como siempre, cuando llegue el café, esa utopía se rebajará como un cortado y se asentará en el territorio de las cosas pendientes de análisis. Y así será. Esa gran idea, la que sea, se convertirá en un modelo de negocio o no, pero seguro que será motivo de debate, reuniones y estudios por parte de algunos locos más que me rodean todos los días. Me encanta rodearme de locos. Me da igual su género, su edad o su origen, sólo quiero que sean soñadores: son más creativos. Procuraré siempre no hacerlo solo pues emprender, como muchas otras cosas de la vida, es más divertido si lo haces en grupo. Me maravilla el proceso metálico que rodea su cimentación.
Cuando las ideas se amontonan y se comparten, en un restaurante, en un bar o en el gimnasio, donde sea, se complementan y eso es fascinante desde todos sus vértices. Los que hemos puesto en marcha algún proyecto y lo hemos hecho rodeados de amigos, socios o inversores implicados sabemos lo extraordinario del camino a seguir. Cuando pasan unos meses, aquella idea inicial se convierte en algo radicalmente distinta aunque mantenga el tronco conceptual del principio. Es tremendo mirar hacia atrás y ver como mutan las grandes ocurrencias hasta el punto que la inicial parece una idea penosa comparada con la resultante. Y les aseguro que en cada centímetro recorrido en esta vida, donde un grupo inexperto y apoltronado de políticos ha procurado que nuestra dependencia del sistema sea siempre la más alta posible y así no sepamos lo fascinante que es ser crítico y combativo, los proyectos empresariales me permitieron siempre trasladar a la vida real aquello de “tomar las riendas de mi propia existencia y olvidarme de todos ellos”. Otros lo harán revolucionando sociedades o vete tú a saber, pero en general todos lo haremos buscando alguien que nos acompañe en ese tránsito. ¿Algún equipo por ahí?
Publicado en mi columna “up in the cloud” en ABC.
Emprender en común
Se me ocurren tres maneras de pensar: hacerlo sólo, juntos o en común. En la primera opción sólo podemos esperar la evolución de la propia idea y que ésta algún día se torne en genial. La segunda es la manera básica de hacerlo por la que un colectivo de personas piensan y evolucionan un conjunto de ideas para transformar otra de manera global, pero complementándose, todas ellas de manera lineal y en el mismo tiempo. La tercera es la más interesante de todas y la más eficiente, la más concreta y conectada con los factores de la economía digital o de los patrones de la Nueva Economía. Hablo de pensar en común, de manera que una idea se conforme transversal e integralmente entre un grupo de personas y de máquinas. Se puede pensar en común de manera asíncrona (en diferentes momentos) y/o de modo aterritorial (desde múltiples lugares). Esto sólo es factible en el día de hoy gracias a las herramientas colaborativas digitales. Aprovechemos ese elemento para emprender en grupo, no lo dejemos pasar, es parte de esta nueva oportunidad.
Recuerden que no hay un modo mejor de empezar el día que con una nueva idea. Por eso, como siempre, hoy me he levantado con el firme propósito de convertir en realidad una más. Hoy no quiero que nadie me frene, tengo una idea nueva. Algo que estoy seguro va a revolucionar el mundo, la vida de la gente y convertirá este valle de lágrimas en algo extremadamente agradable. Es una idea más, una de tantas. Una idea que me mueve, me levanta de la cama y muscula mi espíritu emprendedor. Como siempre, cuando llegue el café, esa utopía se rebajará como un cortado y se asentará en el territorio de las cosas pendientes de análisis. Y así será. Esa gran idea, la que sea, se convertirá en un modelo de negocio o no, pero seguro que será motivo de debate, reuniones y estudios por parte de algunos locos más que me rodean todos los días. Me encanta rodearme de locos soñadores, son más creativos.
Eso es seguro, tengo claro que sólo no estaré. Emprender, como muchas otras cosas, es más divertido si lo haces en grupo. Me maravilla el proceso metálico que rodea su cimentación. Cuando las ideas se amontonan y se comparten, en un restaurante, en un bar o en el gimnasio, donde sea, se complementan y eso es fascinante desde todos sus vértices. Los que hemos puesto en marcha algún proyecto y lo hemos hecho rodeados de amigos, socios o inversores implicados sabemos lo extraordinario del camino a seguir. Cuando pasan unos meses, aquella idea inicial se convierte en algo radicalmente distinta aunque mantenga el tronco conceptual del principio. Es tremendo mirar hacia atrás y ver como mutan las grandes ideas hasta el punto que la inicial parece una idea penosa comparada con la resultante.
Cómo las secuoyas
Hoy replico uno de los capítulos de mi último libro. En concreto el que trata del valor de emprender en red, de la capacidad humana de pensar colectivamente y de estimular con ello los modelos de creación de proyectos emprendedores. Este episodio motiva normalmente, cuando lo aporto en las reuniones de trabajo, una dinamización sistemática e inmediata de la voluntad de colaborar, de crecer en grupo.
Existen muchos modelos de emprendeduría. La que me interesa a mí es la que encaja con los tiempos que me ha tocado vivir, tiempos de tecnología, de redes, de fuegos artificiales y de conversaciones. Precisamente en ese nuevo modelo digital de proyectar empresa está el de actualizar una nueva economía basada en la colaboración y en la experiencia colectiva.
No hay nada más importante en un mundo como el actual, en el que las manadas duermen en las planicies esperando que alguien les informe por donde deben escapar, y donde lo más probable es que nadie cambie si no lo hacemos colectivamente, el valor de lo enredado, de lo cambiante y dinámico se hace tremendamente imprescindible.
Existe un árbol que ha alcanzado los 115 metros de altura. Está al norte de San Francisco y es una secuoya. La altura media de este tipo de cupresácea está cerca de los 80 metros. Son muy longevas, existe una secuoya roja de más de dos mil años que ahí está, esperando que todo cambie a su alrededor.
Lo más extraordinario de este tipo de árbol no es la longitud vertical que logra sino como el mecanismo que utiliza. ¿Qué profundidad deben tener las raíces de un árbol que alcanza esa tremenda altura? Cuando cuestiono esto a conocidos o en charlas públicas, las respuestas son de todo tipo. Cien metros, doscientos, cuarenta, diez, hay de todo. Sin embargo la sorpresa es general cuando descubro la gráfica que demuestra que la profundidad de las raíces de este tipo de planta es muy inferior a lo previsto.
Apenas tienen unos pocos metros de profundidad, hay casos incluso que muestran árboles de casi un centenar de metros de alto con unas raíces de apenas uno de profundidad. El método para soportar la presión lateral es una maravilla de la naturaleza. Las secuoyas sólo pueden crecer en grupo. Las pocas que hay de modo aislado en alguna zona europea (tras una replantación en el siglo XIX) no alcanzan apenas los treinta metros de talla.
Para alcanzar su altura media y su longevidad, las secuoyas son los únicos árboles capaces de enlazarse los unos a los otros hasta el punto que llegan a perder el sentido de quien es uno y quien es otro. Se han hecho pruebas de inyectar un líquido coloreado en la raíz de una de ellas ubicad en un punto concreto y esperar unos años. Tras ese tiempo se descubre como ese líquido puede detectarse en todo el bosque.
Aunque estén unidos hasta el punto de fundirse los unos a los otros, lo cierto es que mantienen su propia individualidad genética y biológica pero si uno de ellos precisa savia por algún motivo, el bosque entero en general, y los árboles más cercanos en concreto, le proveen.
Ese lazo extremo entre todos permite enfrentarse a la inclemencia atmosférica aunque estén a tanta altura y tan expuestos, les permite crecer hasta una altura inconcebible por la naturaleza de un modo lógico.
Estos árboles representan un modelo de gestión en equipo, global, comunitario. Si una de las secuoyas empieza a ceder, si su verticalidad se pierde por algún motivo, el bosque hace fuerza contraria durante décadas hasta que recupera el eje. Todo el conjunto de árboles ayuda a recuperar el punto de equilibrio. Es tremendamente emocionante pensar como se produce ese efecto extraordinario.
Pensemos que importante es esto. Cuando una sociedad es capaz de estructurarse hasta el punto de llegar a la excelencia de grupo es porque es madura, capaz y autosuficiente como colectivo. Pensemos también que atendiendo al ejemplo de estos maravillosos seres vivos que son las secuoyas, y observando lo que pasa cuando no están en un bosque, sólo es posible alcanzar grandes alturas si están juntas, y lo más asombroso es detectar que son todas las secuoyas al unísono las que logran tales cotas. El éxito no es para una, sino para todas. Trabajar en red proporciona el valor a todos. Este proceso de emprender es clave en una sociedad enfrentada a la competitividad mal entendida.
La comunidad es capaz de estructurarse en red, lo demuestran miles de actos y acciones digitales que se han sucedido en los últimos años. Diseñar modos que permitan convertir tanta energía en proyectos y empresas es el reto de nuestra sociedad actual.
Las secuoyas son una lección que como sociedad no debemos obviar. Convencer a nuestro entorno del valor de enredarse y hacerlo digitalmente en una amalgama desordenada de individuos vinculados en redes sociales complejas es la opción que nos queda.